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Lanús campeón

03 diciembre
Lanús campeón: la vida vuelta granate

Laten, esos jugadores de Lanús por un corazón que parece salir en cada grito. Se cantan canciones del alma, se entona un himno genuino de la pelota. Estos chicos del barrio, de esa esquina de Guidi y Arias jamás soñaron que iban a alquilar el salón vip, ese templo del fútbol argentino, para disfrutar la merecida fiesta. Unica, tal vez irrepetible. Diego Valeri sale del campo de juego bajo ese Dieeego-Dieeego tan repetido en estos pagos. Ese es, quizás, el comienzo de una fantasía que se hace realidad. Porque los abrazos en el banco de los suplentes dan inicio a la emoción contenida. El viejo, ese entrenador maestro de primaria en la escuela de inferiores los contiene, hasta ese pitazo final que despide adrenalina. Entonces, Carlos Bossio, su capitán, corre a la nada, cruza a futbolistas que sólo observan de cerca en esa visibilidad reducida por la neblina granate. Lo demás, es una escenografía de La Boca. Y un equipo que arma su ronda olímpica, no llega a ser vuelta, por esa agresión ante estos jugadores que regalan fútbol, para su tarde inolvidable. Van hasta la mitad, son rigurosamente equilibrados del peligro y tampoco pretenden provocar a esa sociedad que esta vez, diferente a la final ante Estudiantes en Vélez, del año pasado, no admite alegrías ajenas en casa propia. De todos modos, las botellitas que parten de la platea no empañan el entusiasmo.

La copa del Apertura llega al escenario, mientras ingresan esos jugadores que también son parte del plantel, que abundan en ese semillero. Porque desde las escaleras del estadio, hasta a Walter Coyette, otro de los 90, se le llenan los ojos de lágrimas. Se ponen camisetas blancas con el 07 en las espaldas, el año que quedará marcado a fuego en la piel. Salen por la manga en la carrera loca hasta donde los protagonistas organizan lo que se puede definir como el vals colectivo. Todos de la mano, dan vueltas antes de subir a colgarse las medallas. De fondo, la Bombonera propone música en los altoparlantes como para distorsionar una gala que bien puede recibir la admiración. Sin embargo, los jugadores poco entienden, todavía le queda tiempo para ensayar el famoso avión instalado en esta misma cancha por Carlos Bianchi. Al piso, a ese trofeo lo tocan de uno a la vez. Lo miran, le hablan, se enamoran, antes de esa caminata hacia el vestuario para que sea en privado donde se desate la gloria eterna.

Mauricio Romero, uno de los grandes valores surgidos de la cantera y que ahora juega en México, llega con el redoblante para poner la música que todos quieren escuchar. A su lado, Agustín Pelletieri hace vibrar las paredes con el bombo. Sebastián Blanco levanta la copa, Santiago Hoyos y Nelson Benítez lloran. Rodolfo Graieb se sube a la improvisada tribuna popular que delira por este plantel. Cabrero, ese nombre que le da entidad al equipo desde el hit incorporada, oy oy oy oy es el equipo de Ramón, se suelta, se pone en cueros, está empapado, lanza espuma artificial, es un chico más en medio de esos nenes a los que alguna vez les tomó su primera prueba futbolística. Nadie queda seco en esa intimidad, el agua cae de los costados, el champagne simula el final de este Fórmula 1, los papelitos son parte de ese cotillón interminable. Se escucha desde las afueras de la cancha el sonido estéreo del campeón, no tienen fecha de vencimiento esos gritos emotivos, propios del bautismo del fútbol. A las puertas del cielo.

José Sand, el hombre del gol del campeonato, el artillero de las redes, el Pepe que llegó con un puñado de goles en el bolsito desde Santa Fe, es uno de los más alentados, de los elegidos. Chiquito ese cuestionado arquero por buena parte de los hinchas es ahora tan grande como el obelisco. Entonces, cómo no entender esa admiración de estos juveniles. ¿Quién dijo que los chicos no ganan campeonatos? ¿Quién es capaz de bloquear esas ilusiones del barrio, la pelota, y tirar una pared con el cordón de la calle? Si estos futbolistas responden a esa intención simple, al juego lúdico del balón, y se dan el gusto de ir al mítico estadio de Buenos Aires a dar su vuelta olímpica. A llorar, a reír, a mirarse sin ver, a caminar sin tocar el suelo. En el aire, son las 19. 25, ahí van, en andas por la Bombonera. Se sube Lautaro Acosta, se suma Santiago Biglieri. No tiemblan. Laten esos corazones.

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